jueves, 29 de diciembre de 2016

Egea

   Hace diez minutos que la observo y sólo ahora soy consciente de que lo hago. Comenzó despacio, de forma casual, como un reptil que se arrastra por entre las piernas de la multitud sin hacer ruido. Me fijé en sus tobillos, frisos sin ornamento sobre los tacones brillantes; después el vaivén de las olas me condujo a sus muslos redondeados. 
   Un pasajero se incorpora y eclipsa su imagen, sus rodillas fuertes desaparecen durante un segundo. Parpadeo y me doy cuenta de lo que ocurre: me ha capturado como la luna se adueña de los murciélagos, y los amantes, y las pesadillas. 
   Atrás, inmune a mis deseos y ensoñaciones, suspira la vieja Constantinopla, sus cúpulas azules rociadas de rojo, decenas de minaretes rendidos al ocaso. 
   No le he visto la cara, no he contemplado sus hombros ni sus pechos, y alzo una mano arrugada para ocultar esos rasgos que me intrigan y susurran; temo que una apariencia demasiado bonita o mediocre me haga olvidar la gloria de sus piernas.
   Regreso a ellas cuando el hombre se marcha por el pasillo, cámara en mano, y en mi mente devoro cada centímetro de esas columnas toscanas doradas por el sol; me carcome la necesidad de acercarme y sentirlas bajo mis dedos, tersas y poderosas. Me imagino sentada a su lado, sin mirar nada más que esas dos sendas que se abren debajo de su cintura. Bambolearme sin poder evitarlo a cada viraje del ferry, a cada golpe del mar. Rozar mi brazo con el suyo por accidente, apartarnos sin decir nada, incómodas ambas. 
   Me imagino aprovechar el momento, centrada toda su atención en las siluetas de Estambul, para que mi muslo se aproxime al suyo desnudo, lo acaricie despacio, sin dejarse descubrir. Casi puedo notar en mi piel su rodilla fría, esos pliegues que se forman alrededor de la articulación. Casi puedo captar la tranquilidad en esas piernas que no conocen las intenciones de las mías, el calor ascendiendo de forma irrefrenable por mis entrañas, adhiriéndose a sus paredes, a sus recovecos. 
   Cierro los ojos e intento pensar en otra cosa, admirar la belleza del Egeo, la mística que envuelve la ciudad eterna, pero mi cuerpo ya arde y me muevo sin querer, busco un hueco a su espalda, finjo admirar el horizonte. Mis rodillas encuentran su costado y, temblorosas, se deslizan despacio sobre esa superficie lisa e inexplorada. Notan la tela suave y la piel arisca por debajo, se enamoran de la fricción. 
   Entonces, el sueño acaba y la chica se gira. Su cara no me dice nada, su clavícula es una extraña. En el otro extremo de ese torso moreno, sus muslos y sus tobillos dejan de ser perfectos. Toda aquella belleza se disuelve en unas facciones que no conozco y no me interesan. 
   Del calor en mi vientre quedan vivas las brasas.

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