Amanece
blanco, un cielo ciego que no alberga emociones. Acaricia el sonido
acolchado de las olas en la bahía, sopladas por la primera brisa del
día.
Nada
se mueve, pero el silencio está cargado de percusiones distantes:
las del mar contra los muros que lo contienen, las de algún
neumático raspando el suelo, las de mercancías depositadas con
apuro. Gimen también las gaviotas, dueñas de la calle aletargada;
salpican sus picos ambarinos del olor intrusivo a sal.
Adelantas
una pierna y luego, la otra. Caminas. Te dejas guiar por la promesa
de algo vivo más allá del asfalto y las barricadas de piedra
sombría que conforman edificios incoherentes: un acristalado que
antes no estaba junto a viviendas bajas sin dialéctica y algunos
escupitajos de eclecticismo. La calzada recién estrenada contrasta
con algún solar escombrera, guiños de la Tomás A. Alonso que
conocías. La encuentras en su mugre, que ahora asoma tímida en
medio del buen aseo, pero no se ha ido del todo. Te detienes ante la
pensión Vista Alegre, peinada y presentable como si fuera nueva,
como si no te hubiera desnudado aquella noche de hace más de doce
años. Piensas en si era Sandra, o Alexia, o María; ni siquiera lo
tienes muy claro, tampoco a cuál de las tres caras corresponde cada
nombre. La cúpula del 224 aún no se ha caído y se te escapa una
sonrisa recordando aquella apuesta que, por suerte para quien valore
tales cuestiones estéticas, has perdido. Exhala destellos de color
cobre con los primeros rayos del sol y sientes que te está
devolviendo la mueca nostálgica: el pasado dejó de existir en el
mismo instante de su presente.
La
Alameda también la han modernizado y no queda rastro de jabón. No
sabes si aún se harán aquellas fiestas improbables de cuando eras
niño. Los adultos estaban, pero no te enganchaban una correa en el
cuello y no les preocupaba que pasaras el resto de la tarde con los
pies chapoteando en zapatos mojados. Estaban, pero eran como un faro
esperando en la costa: alumbraban y aseguraban, pero tú seguías a
flote en mitad del inmenso mar.
Allí
me conociste en 1997 o 1998: un tiburón que se da de bruces con la
espuma de la marea, siempre besando la playa. Piensas en aquel julio
mientras te sientas bajo ramas semidesnudas y buscas lo permanente
entre el recuerdo y el ahora.
Desde
luego, suspiras atragantando una risa, ya no eres ningún tiburón.
Aquella carrera desbocada y sin meta se fue apagando por el camino y
ni siquiera sabes cuándo corriste por última vez. Te fuiste
arrancando capas como si fueras una cebolla. Primero fue la droga de
lo inmediato, un cáncer que te había ido incendiando hasta que casi
no quedaba carne por arder. Las demás capas cayeron solas: el humor
sano sin aderezo irónico, la mirada que buscaba un horizonte por
detrás del horizonte, los hombros que podían soportar sin
encorvarse el peso de la noche en el mar.
Fuiste
un imbécil los primeros tres años, lo sabes mejor que nadie. El
miedo te ponía enfermo y mi sola presencia te producía unas
migrañas insoportables. Me empujabas si me encontrabas en tu camino,
me pisabas si intentaba ir por delante de ti. Mi aspecto fantasmal te
evocaba un molusco enganchado a las rocas, incapaz de nadar con el
oleaje. Verme te daba ganas de hacerme desaparecer.
Se
oyen los primeros acordes de algún bar, sillas que recuperan su
posición diúrna y ceniceros de cristal sobre el plástico de algún
anunciante. La iglesia tampoco se ha caído y permanece robusta,
sobria como aquellos adultos de tu niñez, cada vez más escondida en
una bahía excesivamente terrestre.
Ahí
está el mar, ahí está aquella Bouzas donde eras un tiburón y yo,
la espuma de las olas. Donde me despreciabas hasta que te descubrí
desnudo y tuviste que frenar en seco. Era la primera vez que lo
hacías y al principio no supiste cómo reaccionar. Titubeaste,
quisiste volver a emprender la carrera y tropezaste antes de haberte
alejado dos pasos. Miraste atrás y me viste: una fantasmagoría que
se alimentaba de fobias y luchaba desesperadamente por besar la
arena.
Teníamos
trece años y sufrimos una colisión grave. Tú corrías todo el día,
pero repostabas en aquellas charlas en la playa, sin careta ni
reputación y con tan sólo millones de sueños agolpándose en tus
pestañas.
Yo
te veía como no lo había hecho nadie y respiraba tu pasión por el
océano infinito. Me enganchaba a tus aristas como un molusco y te
dejaba ir cuando bajaba la marea. Mi rostro fue tomando color y hasta
aprendí a sonrojarme; tus jaquecas se hicieron más leves.
A
los dieciséis, si no te falla la memoria, fue cuando tomaste aquella
motora y quisiste salir al mar abierto; te rescataron con el último
aliento de la esperanza y te engancharon una bolsa de suero.
Cuando
abriste los ojos, preguntaste por mí y, tres días más tarde, me
echaste en cara una primera ausencia; callaste y hasta hoy has
callado tus infinitas faltas.
Dejas
que los dedos se acostumbren a la textura de la arena húmeda y
avanzas hasta el lametón del agua. A la derecha, el campo de fútbol
que tan reducido se les antojaba a tus ganas desbocadas. Al otro
lado, bares y migajas de playa y la silueta oxidada de la baliza del
matadero. Caminas hacia dentro como cuando remabas con vehemencia por
perder de vista todo faro, todo muelle, toda posibilidad de
equilibrio terrestre. Piensas en la ruptura y en cómo un día volví
a acercarme como si no recordara nada. En los años de no saber cómo
se llamaban las chicas que corrían a tu misma velocidad y en el
lugar donde frenabas para tomar aliento.
Se
te pegan los vaqueros a las rodillas y miras atrás, a Bouzas, los
contrafuertes en paralelo, la ensenada excesivamente vestida.
Es
difícil captar formas y detalles a alta velocidad. El paisaje se
queda en la retina como un puré de colores que configuran la versión
impresionista de ese mundo. Al tren que vuela sobre las vías tampoco
se le distinguen letreros ni señas de identidad.
Bebes
a tragos de tus manos agua de mar, sucia de arena removida y de algas
y bichos, toses y te atragantas y sabes que acabarás vomitando.
Piensas en aquella vida en la que eras un tiburón y nadie distinguía
tus señas de identidad. Piensas en aquel muchacho fantasmagórico
que suplicaba con los ojos húmedos cada una de tus paradas. Yo podía
leer lo que decía el tren. Lo observaba dejar viajeros y acoger
otros nuevos. Admiraba la resistencia de un recorrido tan duro,
aquella locura frenética por vivir.
Gritas
y pataleas y te sublevas contra la calma de olas infantiles que
parecen haberse quitado capas como las cebollas. Lloras y suplicas
que arranque una tormenta letal, que el mar refleje gritos que tu
cuerpo ya no tiene energía para sudar. Tienes la boca llena de sal y
arena y la garganta, agrietada. Te secas las lágrimas con manos
mojadas y temblorosas, contemplas el puente que cierra la pequeña
ría y te sientes preso de cadenas invisibles: un tiburón en tierra.
Bajas
las orejas como un perro sumiso. Yo nunca fui un puré impresionista.
Vuelves
a la playa. Duermes un rato a la orilla, te dejas lamer.
-He
llegado – suspiras.
Después
de tanto correr.