miércoles, 18 de noviembre de 2020

La carrera

Amanece blanco, un cielo ciego que no alberga emociones. Acaricia el sonido acolchado de las olas en la bahía, sopladas por la primera brisa del día.

Nada se mueve, pero el silencio está cargado de percusiones distantes: las del mar contra los muros que lo contienen, las de algún neumático raspando el suelo, las de mercancías depositadas con apuro. Gimen también las gaviotas, dueñas de la calle aletargada; salpican sus picos ambarinos del olor intrusivo a sal.


Adelantas una pierna y luego, la otra. Caminas. Te dejas guiar por la promesa de algo vivo más allá del asfalto y las barricadas de piedra sombría que conforman edificios incoherentes: un acristalado que antes no estaba junto a viviendas bajas sin dialéctica y algunos escupitajos de eclecticismo. La calzada recién estrenada contrasta con algún solar escombrera, guiños de la Tomás A. Alonso que conocías. La encuentras en su mugre, que ahora asoma tímida en medio del buen aseo, pero no se ha ido del todo. Te detienes ante la pensión Vista Alegre, peinada y presentable como si fuera nueva, como si no te hubiera desnudado aquella noche de hace más de doce años. Piensas en si era Sandra, o Alexia, o María; ni siquiera lo tienes muy claro, tampoco a cuál de las tres caras corresponde cada nombre. La cúpula del 224 aún no se ha caído y se te escapa una sonrisa recordando aquella apuesta que, por suerte para quien valore tales cuestiones estéticas, has perdido. Exhala destellos de color cobre con los primeros rayos del sol y sientes que te está devolviendo la mueca nostálgica: el pasado dejó de existir en el mismo instante de su presente.


La Alameda también la han modernizado y no queda rastro de jabón. No sabes si aún se harán aquellas fiestas improbables de cuando eras niño. Los adultos estaban, pero no te enganchaban una correa en el cuello y no les preocupaba que pasaras el resto de la tarde con los pies chapoteando en zapatos mojados. Estaban, pero eran como un faro esperando en la costa: alumbraban y aseguraban, pero tú seguías a flote en mitad del inmenso mar.

Allí me conociste en 1997 o 1998: un tiburón que se da de bruces con la espuma de la marea, siempre besando la playa. Piensas en aquel julio mientras te sientas bajo ramas semidesnudas y buscas lo permanente entre el recuerdo y el ahora.

Desde luego, suspiras atragantando una risa, ya no eres ningún tiburón. Aquella carrera desbocada y sin meta se fue apagando por el camino y ni siquiera sabes cuándo corriste por última vez. Te fuiste arrancando capas como si fueras una cebolla. Primero fue la droga de lo inmediato, un cáncer que te había ido incendiando hasta que casi no quedaba carne por arder. Las demás capas cayeron solas: el humor sano sin aderezo irónico, la mirada que buscaba un horizonte por detrás del horizonte, los hombros que podían soportar sin encorvarse el peso de la noche en el mar.


Fuiste un imbécil los primeros tres años, lo sabes mejor que nadie. El miedo te ponía enfermo y mi sola presencia te producía unas migrañas insoportables. Me empujabas si me encontrabas en tu camino, me pisabas si intentaba ir por delante de ti. Mi aspecto fantasmal te evocaba un molusco enganchado a las rocas, incapaz de nadar con el oleaje. Verme te daba ganas de hacerme desaparecer.


Se oyen los primeros acordes de algún bar, sillas que recuperan su posición diúrna y ceniceros de cristal sobre el plástico de algún anunciante. La iglesia tampoco se ha caído y permanece robusta, sobria como aquellos adultos de tu niñez, cada vez más escondida en una bahía excesivamente terrestre.

Ahí está el mar, ahí está aquella Bouzas donde eras un tiburón y yo, la espuma de las olas. Donde me despreciabas hasta que te descubrí desnudo y tuviste que frenar en seco. Era la primera vez que lo hacías y al principio no supiste cómo reaccionar. Titubeaste, quisiste volver a emprender la carrera y tropezaste antes de haberte alejado dos pasos. Miraste atrás y me viste: una fantasmagoría que se alimentaba de fobias y luchaba desesperadamente por besar la arena.


Teníamos trece años y sufrimos una colisión grave. Tú corrías todo el día, pero repostabas en aquellas charlas en la playa, sin careta ni reputación y con tan sólo millones de sueños agolpándose en tus pestañas.

Yo te veía como no lo había hecho nadie y respiraba tu pasión por el océano infinito. Me enganchaba a tus aristas como un molusco y te dejaba ir cuando bajaba la marea. Mi rostro fue tomando color y hasta aprendí a sonrojarme; tus jaquecas se hicieron más leves.

A los dieciséis, si no te falla la memoria, fue cuando tomaste aquella motora y quisiste salir al mar abierto; te rescataron con el último aliento de la esperanza y te engancharon una bolsa de suero.

Cuando abriste los ojos, preguntaste por mí y, tres días más tarde, me echaste en cara una primera ausencia; callaste y hasta hoy has callado tus infinitas faltas.


Dejas que los dedos se acostumbren a la textura de la arena húmeda y avanzas hasta el lametón del agua. A la derecha, el campo de fútbol que tan reducido se les antojaba a tus ganas desbocadas. Al otro lado, bares y migajas de playa y la silueta oxidada de la baliza del matadero. Caminas hacia dentro como cuando remabas con vehemencia por perder de vista todo faro, todo muelle, toda posibilidad de equilibrio terrestre. Piensas en la ruptura y en cómo un día volví a acercarme como si no recordara nada. En los años de no saber cómo se llamaban las chicas que corrían a tu misma velocidad y en el lugar donde frenabas para tomar aliento.

Se te pegan los vaqueros a las rodillas y miras atrás, a Bouzas, los contrafuertes en paralelo, la ensenada excesivamente vestida.


Es difícil captar formas y detalles a alta velocidad. El paisaje se queda en la retina como un puré de colores que configuran la versión impresionista de ese mundo. Al tren que vuela sobre las vías tampoco se le distinguen letreros ni señas de identidad.

Bebes a tragos de tus manos agua de mar, sucia de arena removida y de algas y bichos, toses y te atragantas y sabes que acabarás vomitando. Piensas en aquella vida en la que eras un tiburón y nadie distinguía tus señas de identidad. Piensas en aquel muchacho fantasmagórico que suplicaba con los ojos húmedos cada una de tus paradas. Yo podía leer lo que decía el tren. Lo observaba dejar viajeros y acoger otros nuevos. Admiraba la resistencia de un recorrido tan duro, aquella locura frenética por vivir.

Gritas y pataleas y te sublevas contra la calma de olas infantiles que parecen haberse quitado capas como las cebollas. Lloras y suplicas que arranque una tormenta letal, que el mar refleje gritos que tu cuerpo ya no tiene energía para sudar. Tienes la boca llena de sal y arena y la garganta, agrietada. Te secas las lágrimas con manos mojadas y temblorosas, contemplas el puente que cierra la pequeña ría y te sientes preso de cadenas invisibles: un tiburón en tierra.

Bajas las orejas como un perro sumiso. Yo nunca fui un puré impresionista.


Vuelves a la playa. Duermes un rato a la orilla, te dejas lamer.

-He llegado – suspiras.


Después de tanto correr.