Martes por la noche, frío
otoñal. Las voces de las doscientas personas que se han reunido en
el salón de actos para ser testigos de la presentación ya lo ahogan
como una mano enemiga. Oye su propio nombre repetido por gentes
distintas, ajenas, que no conoce y no le conocen.
Apura otro trago de cerveza
negra y la mezcla con un par de sus antidepresivos favoritos. Hace
tanto que depende de ellos que ni siquiera nota ya su efecto, pero
irán bien con el alcohol. Funcionará mejor. Como se espera de él.
Todo
el mundo parece creer que uno es mejor cuando sabe explicar lo que
hace y por qué lo hace.
«¿Cuáles
son los temas que aborda en este trabajo? ¿Es cierto que algunas de
las canciones del álbum están dedicadas a una antigua pareja?»,
preguntas que respondió por escrito hace apenas unas horas; todavía
saborea entre los dientes lo falso de sus palabras en la pantalla del
ordenador.
No
sé qué es lo que hago, esa es la verdad. No sé por qué lo hago ni
si lo hago bien; probablemente no, no lo hago bien. Las cuestiones
técnicas se me escapan y no me queda paciencia para hacerme cargo de
ellas. No me gusta que se entrometan y me den consejos. No quiero
reconocimiento ni aplausos, no quiero palabras gratuitas. Y, desde
luego, no quiero ni oír hablar de críticas. Sé lo que dicen de mí.
Sé que me consideran un músico incorrecto,
que se salta las bases más estrictas de lo que se supone que es este
arte y compone temas que no son más que tapices irregulares hechos
con telas que no encajan e hilos que no combinan bien. Quieren verme
para tener material con el que respaldar sus afirmaciones. Saben que
si no me he defendido hasta ahora es porque no puedo defenderme. Después
están los otros, los que creen que han llegado al fondo de mi alma
porque conocen cada nota de mi discografía. Escriben opiniones
eternas y edulcoradas sobre mí como si fuera el antihéroe romántico
de alguna novela de Goethe. Soy, afirman, un hombre torturado, con un
pasado siniestro; un ermitaño que no se relaciona y vive rodeado de
demonios. Alguien herido. En
algunas cosas tienen razón.
Se
seca de nuevo el sudor de la frente, las mejillas, el cuello. Los
dedos le tiemblan ligeramente, como si fuera a bordo de un tren. Sabe
que es probable que no sea capaz de hablar, que se dejará en
ridículo como siempre lo ha hecho. Que ni siquiera tendría que
haber aceptado dar la rueda de prensa en ese prestigioso auditorio
por el que han pasado personas con las que no tiene nada que ver.
Personas con talento, según juzga la sociedad; no a su criterio, no
todas, pero no funciona así. Su criterio no importa. Quizá ni
siquiera tenga sentido que alguien como él tenga un criterio.
Me
enciendo un cigarro. Hacía meses que no fumaba uno, pero agradezco
que me lo hayan ofrecido, porque necesito tranquilizarme y las
pastillas no están funcionando. El corazón me late muy deprisa y
tengo miedo de que de pronto se pare o se acelere tanto que no me
permita respirar. Tomo
una decisión rápida: no voy a salir. Me excusaré como sea, diré
que me encuentro indispuesto, que otra vez será. Sólo que, si lo
hago, sé que no habrá más ocasiones. Me iré sin mirar atrás. Me
negaré a aceptar cualquier llamada que tenga algo que ver con esta
noche. Esta responsabilidad no será mía, no he firmado ningún
papel. Simplemente huiré, como siempre hago, y dentro de un tiempo
ya nadie se acordará de lo que ha pasado. No les volveré a
interesar. Pensarán en mí como ese cobarde que no fue capaz de
coger el micrófono y explicar qué es lo que hace y por qué lo
hace.
Recuerda,
en un instante de lucidez, que se lo prometió a ella. La única
relación real que ha tenido en su vida y con toda seguridad la única
que se llevará a la tumba. Y ni siquiera fue lo que se espera que
sean las relaciones. Ni siquiera pudo darle nada de lo que se supone
que uno da.
Ah,
Victoria. Le debe tanto que no sabe si aún la ama o si maldice el
día en que se conocieron. Quizá ninguna de las dos cosas. Tal vez
nunca la ha amado y jamás la ha conocido. Pero se lo prometió. Si
queda algo de aquellas semanas que compartieron, es esa noche, en ese
auditorio, ante las doscientas personas que mantienen efusivas
conversaciones al otro lado de la puerta.
El
disco es para ti, eso es cierto. Lo escribí tumbado a tu lado,
apoyándome en la parte baja de tu espalda mientras decías cosas
absurdas sobre mi sentido del humor y lo valiente que era aunque
pensara lo contrario. Algunas
veces creo que has sido sólo un producto de mi imaginación. Que
nunca nos conocimos, que ni siquiera existes. Hemos desaparecido por
completo de la vida del otro. Durante dos meses infinitos, mis
veinticuatro horas te pertenecieron aunque nunca llegué a dártelas.
Y, después, la nada. Aunque me aferro a la idea de que has estado
aquí, de que has servido de soporte a mis partituras, se me olvidan
tu olor y tu textura, y las notas dejan de tener sentido. He
escrito un disco para un fantasma, y he cometido el error de querer
cumplir una promesa que jamás hice. Es hora de despertar. Despierta.
Da un
bote al notar que alguien le toca los hombros y tira al suelo la
colilla medio usada. Se gira y siente terror y admiración al mismo
tiempo, una mezcla vertiginosa que nada tiene que ver con todo lo que
ha bebido esta noche. La observa como quien mira a su peor enemigo.
Victoria.
Alta, hippie,
envejecida por los años. Se le forman arrugas cuando sonríe y él
da un paso atrás. Está ahí, frente a él, con la misma expresión
de siempre. Empujándolo.
- Me
has hecho esperar demasiado tiempo – dice ella -. ¿Cómo has
podido ser tan cruel? Todos estos años... nunca me he olvidado de
ti. Siempre estaba pendiente.
No
responde. Apenas puede pensar en los acordes arrancados a su piel, ni
siquiera recuerda cuáles eran las canciones que hablaban de ella.
Una voz le presenta, haciendo referencia a su carrera como compositor
de diversas bandas sonoras y a las colaboraciones que ha hecho con
algunos artistas de renombre. Pronuncia títulos que no le dicen nada
y nombra estilos que le son ajenos.
Al
otro lado de la puerta, hay doscientas personas que esperan verlo
llegar. Le sacarán fotos que compartirán con sus contactos y
formularán preguntas sobre cosas que no entiende. Hablarán de
música. Y él no sabe nada de música.
- No
puedo hacerlo.
Ella
extiende la mano y la desliza por su cara. La ternura sigue viva en
sus ojos y el calor que irradia le devuelve cierta calma. Observa las
bisagras metálicas que lo apartan del otro lado y después intenta
buscar una vía de escape que el fantasma de Victoria no pueda
impedirle alcanzar.
- ¿Cuántas
veces más vas a huir de ti mismo? - pregunta Victoria - ¿Cuándo
te vas a aceptar? ¿Cuándo te vas a permitir existir tal y como
eres? ¿Cuándo vas a dar algo real a los demás? ¿Cuándo te vas a
dar algo real a ti mismo?
- Basta.
- Sabes
que esas canciones que escribías en mi espalda eran mentiras. Sabes
que yo era mentira. ¿A qué esperas para ser sincero?
- Vete,
Victoria.
- Por
una vez, sé honesto. Entra en esa sala y explícate a ti mismo qué
es lo que haces y por qué lo haces.
Doy
media vuelta y camino por el pasillo sin apenas escuchar los aplausos
que me acompañan. Aunque puedo ver a la gente en sus asientos, a los
cámaras preparados para sacar la mejor fotografía del evento y a
algún periodista que empieza a tomar notas (quién sabe de qué) en
su cuaderno, nada de ello ejerce un impacto verdadero sobre mí.
Ya no
tiemblo. He dejado de sudar y he recuperado el pulso. Estoy un poco
borracho y me cuesta subir los escalones del entarimado. No miro a
nadie a los ojos y no escucho la voz que me recuerda lo agradecida
que se encuentra la organización.
Victoria
ha desaparecido. Y yo, con ella, me diluyo en la noche.
- Cuento
mentiras, y lo hago porque desconozco la verdad.